Por Alberto González
Correo: alberto.gonzalez@24-horas.mx // Twitter:@Chimalhuacano

Detonar las instituciones para limpiarlas de la corrupción y vicios que las agobian es un camino muy arriesgado para la democracia, y puede ser un atajo para volver al autoritarismo.

Arremeter contra el Poder Judicial a punta de descalificaciones y condenas para terminar con los excesos en sus ingresos no parece ser el camino correcto. Al final, tal vez se logre la reducción de salarios, pero se debilitará una institución que juega un papel fundamental en nuestra democracia, y se habrá dejado un camino sembrado con rencor y odio en contra de ésta.

Y en medio de las reacciones virulentas contra la institución señalando con el “dedo justiciero”, algunos provocadores podrían aprovecharse para detonar actos violentos. Ya vimos una muestra de lo que puede suceder cuando se acusa y se sentencia a todo el Poder Judicial de corrupción y abuso.

El video del grupo de personas manoteando sobre al auto de un funcionario de la Corte, al ser confundido con un ministro, es una alerta que debemos tomar en cuenta.

En la embestida contra el Poder Judicial, el fin se observa justo y noble, si hablamos de un país con una extrema desigualdad social. En donde alguien que es juzgado por robarse una sartén gana un salario mínimo oficial de menos de 90 pesos al día y el juez que lo sentencia, siete mil pesos, también al día (el del banquillo tendría que trabajar casi tres meses para lograr lo que el juzgador
percibe en un solo día).

Y más, si sumamos excesos como el que mostró el magistrado veracruzano Alfonso Eduardo Serrano, #LordMinistro, en redes sociales. O el del magistrado de Circuito, Francisco Javier Cárdenas, quien presentó el justificante de un viaje en buque de Puerto Madero, Buenos Aires, a Montevideo, Uruguay, justamente el día en que en su informe señala que estuvo en Buenos Aires en el evento al que fue, y por el que se le pagaron viáticos.

Pero al agarrar como piñata al Poder Judicial se corre el riesgo de debilitarlo y dejarlo poco funcional, incluso para los objetivos de, por ejemplo, combatir la corrupción. El fin no justifica los medios.

En el prólogo de su libro Política y delito y delirio. La historia de 3 secuestros, José Woldenberg lanza una premisa que, aunque se refiere a las acciones extremas de la izquierda a finales de los 70 y principios de los 80, que incluyen la disputa del dinero obtenido por un secuestro, además de otros raptos encubiertos y hasta ejecuciones por parte de una Brigada Campesina de Ajusticiamiento, bien podría aterrizarse a la destrucción de instituciones pilar de
la democracia.

“Cualquiera puede proclamar los más nobles objetivos, las más entrañables causas, las más loables metas. Pero son los instrumentos utilizados para alcanzarlos los que tienen el impacto más inmediato y a veces definitivo y los que acaban por definir el perfil de los sujetos que los encaran”, señala Woldenberg, luego de haberse referido a grupos o personas, los cuales se permiten actos extremos si se sienten la “encarnación de la verdad, el progreso o la justicia”.

#¿Loboestásahí?

Sí, Woldenberg se refiere a la violencia física, al atentado contra personas y al secuestro de individuos, pero en una democracia aún por consolidarse, bien vale esa reflexión al referirse a la violencia contra las instituciones, pues el daño a la democracia puede ser grave.

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