Es imposible cruzar a la isla capital de Abu Dabi sin divisar, desde cualquier punto, los minaretes de su mezquita central.

Están ahí para ser vistos: cuatro gigantescas torres de 106 metros de altura, de un blanco prístino, coronadas por cuatro lunas doradas que refulgen con el sol intenso -inclemente, para el viajero- de la Península Arábiga.

Al cruzar en automóvil por alguno de los tres puentes que conectan a la isla con el continente, los minaretes rinden tributo a la etimología árabe de donde proviene su nombre: manarah, faro.

De forma simbólica, su altura anuncia que ahí se encuentra el centro mismo de la devoción religiosa de los Emiratos árabes Unidos (EAU), en el punto más visible de su emirato capital.

Nada en su hechura es una coincidencia.

Erguidas por encima de cualquier otra edificación a la vista, las tres secciones que componen a las torres remiten, desde la base hasta la punta, a corrientes arquitectónicas que recorren toda la historia y la geografía del mundo árabe, con estilos de tipo andaluz, árabe-marroquí, mameluco, otomano y fatimí.

Son, pues, un homenaje al panarabismo que clama que en ese sitio, en esa suntuosa mezquita que comienza a tomar forma mientras el visitante se acerca en el carro, confluye armoniosamente la riqueza entera de la cultura árabe.

Es el discurso fundacional de un país que apenas se aproxima a los 50 años de vida, pero cuyos emiratos echan raíces milenios atrás.

Nación joven, alma vieja
Lo primero que sorprende a los visitantes de la Gran Mezquita de Abu Dabi es un profundo sentimiento de anacronismo.

Al arribar a ella, la edificación inmensa obliga a la pupila a acostumbrarse al mármol blanquísimo que recubre los 20 mil metros cuadrados de cúpulas, jardines, piscinas, columnas y arcadas de una simetría meticulosa e impoluta.

A primer vistazo, los referentes previos del viajero le sugieren que aquello, en su calculado esplendor, no podría más que pertenecer, sin duda, a las fabuladas maravillas del mundo antiguo.

Lo opuesto es cierto.

Tras 11 años de construcción, la mezquita fue inaugurada apenas en 2007 y lleva el nombre del Jeque Zayed bin Sultan Al Nahyan (1918-2004), el primer Presidente de los Emiratos árabes Unidos y considerado el fundador de esta nación joven con alma vieja.

En su discurso público, el Jeque Zayed buscó acentuar siempre un mensaje de tolerancia cuyo centro, según se relata en la historia oficial de la edificación, se encuentra en la diversidad que atraviesa al mundo árabe.

La mezquita es quizá el símbolo más acabado de su proyecto de nación: un territorio hiper moderno, próspero por la riqueza derivada del petróleo, que exhibe como su centro la tradición milenaria del mundo árabe y el islam, incluso más allá de las fronteras de los siete emiratos que lo componen.

Diseñada, por decreto, para convertirse en una “obra maestra de la arquitectura islámica”, la Gran Mezquita Jeque Zayed fue pensada -como en caso de los minaretes- para hacer que en ella confluya la arquitectura, ornamentación, caligrafía y técnicas artesanales de todos los periodos de esplendor de la tradición árabe.

Los símbolos son clave: la bandera de los EAU, compuesta por los cuatros colores panárabes; su mezquita central, que amalgama tiempos y estilos; y el edificio más alto del mundo, el Burj Khalifa, en la futurista ciudad-emirato de Dubai.

En un vertiginoso traslape de tiempos, pasado y futuro confluyen en un solo territorio.
Rituales de acceso
Una cuadrilla de autobuses aguarda, ordenadamente, en el inmenso estacionamiento de la Gran Mezquita Jeque Zayed, en una escena similar a las que pueden observarse afuera de los estadios de futbol o de un foro de conciertos masivos.

El centro de congregación religioso, también el centro de atractivo turístico más importante del emirato capital, está preparado, desde su concepción misma, para recibir al mismo tiempo a la marejada de visitantes que desean conocer el recinto y a los fieles que cotidianamente acuden a sus ritos religiosos.

Para los turistas, los rituales de acceso son distintos.

Cualquier visitante extranjero que visite la mezquita debe, primero, pasar una serie de filtros que, si bien resultan amistosos, no dejan de lado el rigor que entrar al inmueble demanda.

A través de un domo de cristal en un extremo del estacionamiento, los visitantes descienden a un extenso pasadizo subterráneo donde se encuentran los filtros para prevenir el acceso con objetos indebidos y, sobre todo, cuidar que la vestimenta sea la adecuada.

Aunque entrar a la mezquita no tiene costo alguno, la prosperidad de los emiratos se entiende al llegar al túnel y constatar de que, en realidad, el pasadizo en la antesala de la mezquita es un centro comercial.

Cafeterías extranjeras, como Starbucks y Costa Coffee, tiendas de ropa, comercios de artesanías locales y establecimientos de aparatos electrónicos, siempre bulliciosos con turistas, anteceden a la primera revisión.

El código de vestimenta es estricto y no negociable para ambos sexos: quedan prohibidas las prendas transparentes, shorts, faldas de la pantorrilla hacia arriba, tacones, blusas sin mangas, ropa con mensajes considerados profanos, artículos entallados o rotos.

Las mujeres, además, deben usar blusas con manga larga y cubrir su cabello en todo momento durante su recorrido a la mezquita.

A lo largo de tres filtros, en los que se pide a los visitantes ir dejando cualquier alimento, bebida o cajetillas de cigarros, el personal de seguridad escruta a cada uno de los turistas para encontrar problemas con su vestimenta.

En el último de los puestos de control, los visitantes que no cumplen con la norma son dirigidos a un almacén de ropa de préstamo donde a las mujeres las proveen con una túnica de cuerpo completo, una gorra para el cabello, y a los hombres con pantalones y mangas, en caso de que tengan tatuajes que cubrir.

Los turistas acaudalados, comunes en los emiratos, eligen anticipar compras para asistir a la mezquita ataviados con los kandora blancos y abayah negros, con telas finas y frescas, que son las prendas tradicionales para hombres y mujeres en los emiratos.

A la salida del túnel, la mezquita recibe ya a los viajeros que pasan la prueba de la etiqueta.
Llamado a la contemplación
Ya sea por planeación, o por mera suerte de turista, quizá no existe mejor momento para arribar a la Gran Mezquita Jeque Zayed que en una de las cinco horas del día en el que se hace el llamado a la oración, el adhán.

Para quien no lo espera, el cántico del almuédano -el encargado de realizarlo- se manifiesta de súbito, como una aparición de algo que no puede verse, pero que llena cada centímetro cúbico de la mezquita.

De nuevo, en un traslape entre lo antiguo y lo más moderno, la voz ancestral que invita al rezo se traslada, propulsada por un poderoso equipo de amplificación oculto, a través del espacio y hasta las calles y avenidas que circundan a la edificación.

Un sistema de tecnología satelital, en ese preciso instante, transmite el canto a las más de 200 mezquitas de Abu Dabi y las del resto de los emiratos, además de poder escucharse en vivo por la estación de radio islámica que opera las 24 horas.

Es entonces cuando la contemplación, uno de los propósitos fundamentales de la arquitectura islámica, se hace inevitable.

Con el canto devoto, sentido, del almuédano al fondo, las más de mil columnas que soportan las arcadas de la mezquita, con los 82 domos blancos puestos ante el cielo azul, transmiten una sensación armoniosa de paz que tiene en la simetría perfecta de su arquitectura a su principal artífice.

A través de 7 mil 800 metros cuadrados, la mezquita también se rodea de piscinas rectangulares, con mosaicos de distintas tonalidades de azul, que invierten la arquitectura en sus reflejos y crean imágenes imposibles sobre el agua.

Al entrar a la mezquita, cada visitante puede solicitar, sin costo, un audioguía que permite realizar el recorrido por los interiores con una descripción precisa del significado y materiales de todo lo contenido en ella.

Así, por ejemplo, los turistas aprenden que la inmensa explanada de mármol, decorada con diseños florales de tulipanes y lirios, se extiende por 17 mil 400 metros cuadrados y puede albergar a 31 mil fieles al mismo tiempo.

También, conocer los tipos de piedras semi preciosas que decoran las columnas y paredes interiores, así como la procedencia iraní de la alfombra del salón de rezos, considerada la más grande jamás tejida a mano en el mundo.

En un esfuerzo por difundir la cultura islámica, los simbolismos más sagrados son explicados a los visitantes, como los 99 nombres de Alá que el calígrafo oficial de EAU inscribió en la pared de la Qibla -la que marca la dirección a la Meca-, y el significado del mosaico dorado en el nicho del muro, que representa el río de miel que corre por el Paraíso.

Así, al entrar al salón principal de oración, puede comprenderse cómo es que los monolíticos candelabros, de 8 toneladas y repletos de incrustaciones de cristales Swarovski, están diseñados para aparentar que sus focos están por derretirse, para bañar el piso de colores que se corresponden con la alfombra del recinto, a su vez creada para asemejar las ondas de un estanque.

La visita puede durar una o varias horas, con largos espacios para simplemente quedarse quieto a contemplarlo todo, embebido por el esplendor de la maravilla moderna.

Para los que corren con suerte y escuchan el canto del almuédano, algo de ellos permanece durante todo el recorrido, incluso cuando al adhán ha terminado.

El corazón de los emiratos está habitado, perpetuamente, por ese cántico de devoción.

Con información de Reforma