Alberto Lati
Alberto Lati

Latitudes
Por Alberto Lati
Twitter: @albertolati

Visto a retrospectiva, es fácil juzgar: si el jugador no asignado a lanzar un penalti lo acierta, evidencia personalidad y voluntad de echarse al equipo al hombro; si el jugador no asignado resulta atajado, entonces se habla de un desacato de autoridad casi equiparable al de la milicia en tiempos de guerra.

La realidad es que, como con el común de los temas, a este le falta un equilibrio que sólo el respeto a la autoridad puede aportar. Si siempre tira quien está facultado por el entrenador para hacerlo, no importa el desenlace: convierta en gol o yerre, se habrá respetado el orden de las cosas.

Sin embargo, la cancha suele ser un hervidero de emociones. ¿Y qué pasa si en el momento justo de sancionarse un penalti, quien debe cobrarlo empalidece, o no se siente seguro, o de plano suplica con su silencio que alguien lo releve de su responsabilidad?
No fue el caso durante el América-Pachuca del martes, donde Emanuel Aguilera estaba listo para ejecutar el disparo, pero Roger Martínez le pidió el balón. De ahí las enardecidas palabras del técnico Miguel Herrera: “Desafortunadamente hay un pateador y en la cancha ellos deciden quién lo tira. Hoy se establecen reglas y el que las rompa se va de la cancha (ÔǪ) Estaba muy molesto porque Ema tuvo que patearlo. No estoy molesto por fallar el penal sino porque no respetan”.

Al ver lo que se levantó con el partido y la reacción de Herrera, recordé el penalti más célebre de los noventa. El Deportivo La Coruña nunca había sido campeón de liga y se enfrentaba al Valencia en la última jornada, dependiendo de su propia victoria para coronarse por encima del Bar├ºa. Con el empate a cero eternizándose, en la última acción del cotejo el árbitro sancionó un penal favorable al Depor. El estadio Riazor celebraba como si el milagro ya estuviese consumado. Desde Barcelona, ya con su duelo concluido, llegaban imágenes de llanto e incredulidad.

Las cámaras buscaron a Bebeto, la figura del equipo coruñés y por entonces de los mayores cracks del planeta, pero el brasileño se conservaba desplomado sobre el césped, más engarrotado por la posibilidad de perder el título que entusiasmado por la ocasión histórica de lograrlo. Otro tirador posible hubiese sido el certero Donato, aunque para ese instante no estaba en la cancha. Así que el defensor Miroslav Djukic, al que su esposa había suplicado ese día que si había un penalti no lo ejecutara, acudió al manchón con rostro del más resignado fatalismo, cobró y falló.

Por mucho que en el Depor se respetasen las jerarquías y existiese un orden establecido, resulta difícil desentrañar las emociones de la cancha. Sobre todo, ante la jugada más importante de la institución ÔÇôporque cuando se va goleando todos se atreven y la colocan pegada al poste.

El coraje de Miguel Herrera se debe, más que a los puntos perdidos, a la cantidad de precedentes: al menos en dos ocasiones anteriores su equipo desechó penales por desafiar el orden.

Y es que, entren o no, los penales se asignan, no se improvisan.

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